martes, 9 de octubre de 2007

LA HOMOSEXUALIDAD EN LA POLITICA


LA HOMOSEXUALIDAD EN LA POLITICA
Desde remotos tiempos históricos, las relaciones sexuales entre seres humanos del mismo sexo ha sido una realidad, una constante repetida a través de los siglos, en medio de una heterosexualidad generalmente mayoritaria. La homosexualidad ha hecho sentir su presencia en las sociedades humanas, organizadas a partir de la necesidad de hacer frente colectivamente a las dificultades que ofrece la cotidiana subsistencia. Del simplismo de las primeras agrupaciones a la complejidad de las ciudades y pueblos, la homosexualidad no ha dejado de estar presente, al punto que con la formación de las polis (ciudades) griegas, hizo su aparición en la política, entendida ésta clásicamente como la administración de la cosa pública, que concierne a todos los ciudadanos por igual.
Conscientes de nuestra herencia cultural greco romana, en países como el Perú la política de los partidos o alianzas no está exenta de cobijar dentro de sí a preclaros o meridianos exponentes homosexuales; esto es, pueden haber políticos homosexuales o lesbianas, según se trate de hombres o mujeres, respectivamente. Si bien se suele caracterizar a la antigua sociedad griega como muy tolerante con las prácticas homosexuales, el fenómeno de la homosexualidad, como tal, siempre ha estado presente a lo largo de la historia. La política no ha podido sustraerse a tal presencia, pues no es de ningún modo una isla ni está desligada en lo absoluto de las diversas expresiones de la humanidad, al ser la política algo inherente al ser humano organizado en sociedad.
La homosexualidad, a diferencia de la heterosexualidad, tiene peculiares características, y es vista como una especie de cofradía por quienes la practican, cuando es minoría en mayor o menor grado. Esa característica central de la homosexualidad se traslada al terreno de la política; esto es, el sentimiento de cofradía ingresa a la administración de la cosa pública, con todo lo positivo o negativo que ello implica. Dependiendo del cristal con el que se mire, homosexuales y lesbianas encuentran en ese tipo de cofradía el espacio necesario y vital para poder desempeñar, sin mayores sobresaltos, sus actividades políticas. Con el respaldo que ello significa, los que no practican la heterosexualidad despliegan sus labores partidarias o de alianza con cierta tranquilidad, lo suficientemente importante como para convertirse, en algunos casos, en serias alternativas de gobierno, respecto a políticos heterosexuales.
Perversión o no, lo cierto es que la homosexualidad está presente también en la política, pero en países como el Perú, por un acentuado y nefasto machismo propio de sociedades patriarcales, se trata de negar aquello, a toda costa. Sumado a ese machismo que rechaza homosexuales y lesbianas por igual, está la sociedad de doble moral, en donde hipócritamente se sostiene que no habría homosexualidad en los que penetran, sino solamente en quienes son penetrados. En ese contexto, no hay políticos homosexuales o lesbianas que asuman públicamente su tendencia e inclinación sexual.
Pero nadie puede cabalmente negar la presencia de la homosexualidad en la política, así como nadie en su sano juicio puede negar alguna contribución de homosexuales a la humanidad, sea en el campo de la ciencia, el arte o la filosofía, pues ahí están Leonardo Da Vinci, Oscar Wilde, Safo, Platón, César Moro, Federico García Lorca, entre otros. Así como hay heterosexuales de la más diversa catadura moral, del mismo modo hay homosexuales buenos y malos, capaces o no de sentir concretamente los más altos sentimientos de bondad. No hay estereotipos válidos del heterosexual bueno y el homosexual malo, porque no tienen correspondencia con lo que sucede en la realidad.
Dentro de un ejercicio adulto y responsable de la sexualidad, sea desde el lado heterosexual u homosexual, los hombres y mujeres políticos han de ser juzgados no por su inclinación o tendencia sexual, sino por el carácter y clase de sus actos, así como por su buena o mala fe a la hora de gobernar y administrar la cosa pública.

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